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MUJER adúltera

Testimonio por Adelaida de Cafarnaúm:

A pesar de que sucedió hace mucho tiempo, parece que apenas hubiera sido ayer cuando pasó todo, pues recuerdo cada detalle de esta historia con exactitud. Estoy muy agradecida con Jesús por lo que hizo por mí, y como muestra de mi gratitud, me he dedicado a predicar sus buenas obras y los milagros que este magnífico ser hace, lo que seguiré haciendo hasta el día en el que Él, el que todo lo sabe y todo lo puede, decida llevarme de este plano terrenal. Ahora, los invito a conocer mi historia:

La depresión y la soledad me consumían, los días se hacían largos y lo único que hacía era acostarme a mirar el techo por horas y horas. No comía, ni dormía, ni siquiera quería conversar. Mi madre, algo enojada por mi “haraganería” me dijo que ya era tiempo de conseguirme un hombre que mantuviera, y que le diera nietos. Me dijo que si en 7 días no conseguía uno, ella se iba encargar personalmente de largarme de la casa.

Me arreglé lo mejor posible y decidí salir, pero desgraciadamente no encontré a alguien. Sin embargo, al regresar a casa vi a un hombre muy guapo, entregando las cabras que mi madre había encargado a una de sus amigas. Fue amor a primera vista, o al menos fue eso lo que yo creí. Comenzamos a hablar y poco a poco nos fuimos enamorando. Un día yo lo buscaba a él, y otro él a mí. Su nombre era Joel. Era carpintero, y trabajaba haciendo entregas. No era el mejor trabajo, pero al menos era suficiente para mantenerme. Mi madre se puso muy contenta, y al mes casamos y nos mudamos.

Al inicio, todo fue hermoso. Hablábamos, reíamos, pasábamos tiempo juntos, comíamos juntos, dormíamos juntos en fin, todo lo hacíamos juntos. Un día le dije que quería tener un hijo. No entendí bien el motivo, pero mostró una actitud a la defensiva al yo hacerle aquél comentario. Inmediatamente él agarró sus cosas y se fue. Desde aquél día comenzó a comportarse extraño. Ya no pasaba tiempo en casa, y cuando aparecía era para insultarme o golpearme. Me decía que lo único para lo que servía era para cocinar y limpiar, y que ni siquiera merecía vivir; un día hasta me llegó a escupir.

Con el tiempo, comencé a deprimirme de nuevo. Él miedo se apoderó de mí, y decidí que en el momento en el que apareciera Joel saldría con la excusa de que necesitaba conseguir comida, que iría a visitar a mi madre o a una amiga. Y así lo hice. Cada vez que él llegaba, yo me iba con una excusa distinta, pero hacía lo posible por cumplirlas para no sentirme tan culpable. Un día recibí la invitación a la boda de una prima. Vi la oportunidad para perderme por un largo rato, así que aproveché la ocasión.

Llegué a la fiesta. Hice lo pude para disimular lo que me estaba pasando, pero fue imposible. Unos cuestionaron los golpes que tenía en el rostro, y otros notaron mi tristeza. Me preguntaban la razón, pero yo les decía que había tenido un feo accidente o que simplemente no me sentía bien. En realidad no me sentía bien, pero era porque la atención se concentró más en mí que en la novia, mas ya no podía cambiar la situación. Entonces un hombre se acercó a mí, y comenzó a consolarme. Me dijo que conocía la situación por la que estaba pasando, que no me preocupara, que él me entendía y que iba a estar para mí siempre que lo necesitara. Admito que nunca supe su nombre, pero eso para mí era irrelevante. Desde aquél día comencé a verme con el hombre misterioso, y misterioso porque nunca supe algo de su vida. Me iba de la casa con alguna excusa tonta,  pero en realidad era a verlo a él. Considero que la razón por la que comencé a hacerlo fue porque estaba triste y sola, a falta de amor y de cariño, y la única forma aparente que hallé para contrarrestar eso fue irme con ese hombre.

Todo normal hasta que un día caí en sus brazos, y comenzamos a tener relaciones íntimas. Estaba cometiendo adulterio, pero no me importaba, pues me sentía realmente una mujer, y no estaba triste.

Un  día salí de mi casa, con la misma finalidad de siempre: ir a ver al hombre misterioso. En camino me pareció ver que unos hombres me seguían, pero cuando volteé a ver, ya no estaban, así que no le tomé mayor importancia. Me aproximé a aquel hombre misterioso, y cuando estábamos en mitad de nuestro encuentro, aquellos hombres se aparecen, y me arrastran como si fuera un saco de basura.  Le gritaba a aquel hombre misterioso, le aclamaba por ayuda, pero él sólo me miraba con una sonrisa vestida de maldad en su rostro. Ni siquiera tuve tiempo de vestirme correctamente, lo que incrementó mi vergüenza y mi dolor. Ya sabía lo que me esperaba, y lo único que podía hacer era llorar y rogar para que nada me sucediera, pero en el fondo sabía que moriría.

Mientras que los hombres me insultaban, comencé a reflexionar. Quería regresar el tiempo, pero era imposible.

 

Llegamos a un lugar: el templo. Intentaba escapar, pero cada vez los hombres me sujetaban con más fuerza. Por un momento pude contemplar el paisaje. Me percaté de que había muchas personas, lo que haría que mi muerte fuera más vergonzosa. Decidí bajar la cabeza, pero luego oí que uno de aquellos hombres hablaba con uno de los que estaban entre el grupo de personas. Levanté la cabeza para ver: era el mismísimo Jesús de Nazaret. No sabía mucho de él, pero sí sabía que perdonaba pecados y hacía milagros. Sin embargo, lo mío no tenía perdón. El miedo, la tristeza y la vergüenza se apoderaban de mí cada vez más, y en consecuencia lloraba a cántaros y mi cuerpo temblaba cada vez más. Una parte de mí quería cambiarlo todo, pero la otra parte sabía que ya no había marcha atrás.

Entonces me tiraron hacia los pies de Jesús, en medio de todos los presentes.

Los hombres dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio. Vi la cara de Jesús. Ya no había escapatoria. Mi sentencia era definitiva. Y me contuve a decir algo, pues no cabía duda de que era culpable.

 

Los hombres continuaron: Y en la ley nos mandó  Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿Qué dices? Entonces, entendí que el objetivo de los hombres no era avergonzarme, era incriminar a Jesús. Yo sólo era un señuelo. A Jesús le tendieron una buena trampa, pues, si decía que no me apedrearan, lo acusarían de ir en contra de la ley de Moisés, y si permitía que me apedrearan, lo tacharían de farsante y le preguntarían que dónde queda su “amor” por los pobres y los pecadores.

 

Además, si de verdad hubiesen tenido la intención de cumplir la ley, me hubiesen apedreado inmediatamente sin antes consultarle a Jesús. Si conocen de pie a cabeza los mandatos, no tienen que ir a preguntarle a alguien qué decisión tomar al respecto.

Jesús se volteó, se agachó, y comenzó a escribir con el dedo en la tierra. No pude distinguir qué estaba escribiendo, pero sí puedo asegurar que esa posición la tomó para poder pensar en qué decisión tomar, pues Jesús no era ningún bobo, y no les iba a seguir el juego a esos fariseos y escribas. Jesús fue muy inteligente al tomar esa decisión, porque así meditaba bien lo que diría.

 

Perfectamente sabía que Jesús no quería hacer ver a los fariseos como los santurrones, pues no lo eran, pero los nervios me traicionaban. Estaba cada vez estaba más aterrorizada, pues podía pasar todo lo contrario. Pensé ¿Qué tal si Jesús no es quien dice ser, tal y como los fariseos  y escribas aseguran?

 

Los hombres seguían insistiendo, hasta que finalmente Jesús se volteó, y de su boca palabras sabias salieron. Él dijo: El que de vosotros esté sin pecado, que tire la primera piedra.

 

Jesús se volteó nuevamente y siguió escribiendo en el suelo.

Me estremecía. Pensé que de seguro todos ellos estaban libres de pecados, y que todos me apedrearían. Sin embargo, los hombres comenzaron a irse, desde los más viejos hasta los más jóvenes, quedando únicamente Jesús y yo. Quedé sorprendida por tal acontecimiento. Comprendí que los mismos acusadores fueron acusados por su conciencia, y que por lo tanto, no me lapidarían. Luego Jesús me dijo: Mujer, ¿Dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?

Volví a mirar para asegurarme de que no quedara ni uno solo. No había absolutamente ninguno de ellos. Y entonces yo respondí: Ninguno, señor.

 

Asombrada, pero algo temerosa, pude notar la compasión y el cariño de Jesús en sus palabras, y amablemente Él me dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques más.

La felicidad me invadió. Estaba tan conmocionada que ni siquiera podía hablar, y en consecuencia no pude decir gracias, pero Él supo  que yo estaba muy agradecida. Dios me dio la oportunidad de enmendar mi vida y de obrar en su nombre, por medio de Jesús. La sensación que tenía era tan indescriptible. Salí corriendo del templo hacia mi casa. Tomé la decisión de quedarme allí y esperar a que Joel llegara para conversar con él. Asumiría mis errores y trataría de solucionar las cosas.

 

Llegó el momento. Joel movió la cortina, y dio el primer paso. Le dije que se sentara porque necesitábamos conversar, y arreglar nuestros conflictos como personas civilizadas que somos, y no como bestias. Él no mostró ningún mal gesto, y se sentó. Le conté la verdad sobre lo que estaba sucediendo, mencionándole que le había sido infiel, y que no esperaba que me perdonara, pero que al menos me entendiera, por los malos tratos que él me había dado durante el último mes. Joel no dijo nada y me dejó proseguir. Le pregunté que por qué todo este enredo había empezado por simple hecho de haberle mencionado querer un hijo. Joel dijo que él es infértil, y que se había enterado de esto hace muchísimos años atrás, pues, él había tenido una esposa, con quién intentó tener un hijo, mas nunca lo logró, y que ya no estaba con ella más porque ésta había fallecido. Se disculpó por no habérmelo dicho con anterioridad, y dijo que esto justifica su agresividad porque tenía miedo de que yo me enterase, y que lo dejara, encontrándose él en una soledad nuevamente. Le dije que no tenía de qué aterrarse o avergonzarse, que si estamos juntos es para superar los problemas juntos, pues una vez que te unes a una persona por matrimonio, es para toda la vida.Luego de allí le di un abrazo, y pues, hoy día seguimos juntos, y felices.

 

Entonces fui a visitar a mi madre y le conté lo sucedido, detalladamente. Se disculpó conmigo por haberme exigido tener un marido e hijos, pero le aclaré que quien realmente era culpable era yo, por haberme centrado en mi mundo y no haber colaborado, pues lo único que sabía hacer era auto-compadecerme y auto-provocarme mi tristeza.

 

Estoy en deuda con Jesús, pues me hizo ver todas mis faltas y me ayudó a madurar emocional, mental y espiritualmente.

Desde aquel día comencé a predicar la palabra de Dios y a difundir las buenas obras que Jesús hace por los que más las necesitan. Él vacío que sentía antes ya no lo siento más, pues obrar por el bien me ha hecho llenar ese hoyo que parecía no desaparecer. Y por si llegas a leer esto, ¡Mil Gracias Jesús!

 

Juan 7:53-8:11

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